Es una escena que se repite a menudo últimamente: el jefe te llama a su oficina y te pide que recojas tus cosas. Ya no hay lugar para ti.
Algo parecido está ocurriendo con leyes como la de Arizona. La cosa se ha puesto fea, y el patrón –en este caso, los Estados Unidos- se ve obligado a reducir plantilla. El extranjero ya no es bienvenido.
Los inmigrantes indocumentados están pagando el precio más alto de esta crisis económica global. El mal llamado primer mundo quiere ahora deshacerse de millones de personas que con su trabajo contribuyeron al desarrollo de países sedientos de una mano de obra barata y joven que construyera sus viviendas, recogiera su fruta, cuidara de sus niños y mayores, y mantuviera el costoso entramado de seguros y pensiones de jubilación.
Arizona se convierte en triste pionera de políticas que se extenderán a nivel nacional para reducir la población inmigrante lo máximo posible. Olvidando su propia historia, los nacidos aquí reclaman ahora el derecho de admisión.
Cegados por el miedo y la incertidumbre no comprenden que expulsar al vecino recién llegado tendrá consecuencias mucho peores. El éxodo masivo disminuirá aún más la actividad económica; las arcas del fisco -a las que sí contribuyeron, por mucho que lo niegue la leyenda urbana- se verán mermadas.
“Nos quitan nuestros trabajos”, dicen mientras hacen fila para recoger su subsidio de desempleo. Pero malacostumbrados al bienestar del mundo desarrollado, no acudirán a cubrir las vacantes en las fábricas empaquetadoras de carne o en los edificios a medio construir; no arreglarán ni jardines ni tejados; no limpiarán ni baños ni cocinas.
Y la recuperación económica sólo llegara con el regreso de éstos que se van, o con la llegada de una nueva partida de esta clase obrera que, sobre todo en este continente, nunca supo de fronteras.
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