“Está usted desconectada de la realidad”, le dice con su acento sureño el senador republicano de Alabama Jeff Sessions a Elena Kagan, candidata a la Corte Suprema.
(Sessions pertenece a la misma institución que esta semana lloraba la muerte de su integrante más longevo, el senador de West Virginia Robert Byrd, quien comenzó su carrera pre-política como activista del Ku Klux Klan y que luego votó en contra de la Ley de Derechos Civiles.)
El de Alabama está molesto porque Kagan, como decana de la Facultad de Derecho de Harvard, le dificultó el acceso al campus a los reclutadores del ejército. La política de “ni digas, ni preguntes”, que permite a los homosexuales servir en el ejército siempre y cuando mantengan su orientación sentimental en el armario violaba, según Kagan, los reglamentos anti-discriminación de la facultad. Sessions parece no haberse enterado de que un gran número de jefazos militares ya han pedido la eliminación de “ni digas, ni preguntes” por considerarla anticuada. Por tanto, ¿a qué “realidad” se refiere?
Al Supremo no le vendría mal una visionaria como Kagan que hace casi diez años ya vio discriminatoria una política que hoy está a punto de desaparecer. Y es que la más alta instancia judicial del país demuestra a menudo vivir ajena a la realidad. Este mismo lunes dictó que el derecho individual a portar armas está por encima de intentos estatales o municipales de regular la inútil -y mortal- cantidad de ellas en ciudades como Nueva York. Los miembros de la Corte, bajo ropajes añejos, esconden sus posturas políticas y las justifican con interesadas interpretaciones de textos fundacionales propios de otras épocas.
Estos sumos pontífices de la ley y la justicia me recuerdan a sus primos –no tan lejanos- guardianes de la religión y la moral, que también se empeñan en retorcer textos antiguos y oscuros para justificar sus mandatos. Todos ellos, además, tienen la manía de llegar con décadas -e incluso siglos- de retraso a las citas más importantes de la Historia.
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