Son cosas de la guerra. Los inocentes también mueren. Los niños también mueren. Es algo inevitable, y Faisal Shahzad lo sabía la tarde del 1 de mayo, cuando aparcó su furgoneta cargada de explosivos en Times Square. ¿Acaso -le dice a la juez- se para a pensar Estados Unidos en los niños musulmanes que mueren por sus ataques militares en países como Iraq, Afganistán, Somalia, Yemen o Pakistán?
En una sala de la Corte Federal de Manhattan repleta de periodistas el lunes por la tarde, Shahzad se declara orgullosamente “guerrero musulmán”, uno más en esta guerra internacional. Su fallido atentado, la respuesta al terror que Estados Unidos aplica al pueblo musulmán.
La juez se empeña en asegurarse de que entiende la naturaleza y las consecuencias de los diez cargos que pesan en su contra. Pero él no duda, y se declara culpable de todos y cada uno de ellos. Parece tranquilo, convencido de su misión y sin temor a pasar el resto de su vida en la cárcel.
“¿Era usted consciente de que lo que hacía era un delito?”, le pregunta la juez.
“No me importaba, entiendo la ley”, le contesta.
Y mientras garabateo en mi cuaderno de notas todo lo que se dice en la sala, intento ponerme en la piel de este joven pakistaní con estudios de MBA de universidad estadounidense y prometedora carrera profesional que un día decide que ya no puede más, que su fe está por encima de cualquier cosa, que el sufrimiento de sus hermanos musulmanes le puede más que su recién adquirido pasaporte americano, que se lleva a su mujer y a sus dos hijas nacidas en Estados Unidos a Pakistán y se empeña en contactar con un grupo talibán que en cinco días le enseñe cómo fabricar una bomba casera para sembrar el pánico en el corazón de Manhattan.
Y me pregunto cuántos más habrá como él.
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